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GANADO

Los insurgentes fuimos abatidos el 2 de febrero. La lucha en las calles llevaba seis semanas. La fuerza de los primeros días se fue diluyendo y la contraofensiva de la Guardia Nacional nos hizo retroceder. El último reducto de la resistencia fue el Barrio Viejo. Allí nos doblegaron. Allí nos rendimos.

Te enseñan a pelear por tus ideales. Aprendés a dar la vida por defender la causa. Pero no te enseñan qué hacer si perdés. No pretendo dar la idea errónea: siempre supimos que una victoria era poco menos que imposible. Estábamos desesperados, locos, y creímos que no teníamos opción. Desde el primer instante conviví con la posibilidad, casi cierta, de la derrota. En los ojos de mis compañeros podía leer algo similar, pero por alguna razón eso nos daba fuerzas. Nos sentíamos derrotados antes de pelear, es cierto, pero eso parecía hermanarnos, unirnos, elevar nuestra causa, sostenernos. Fuimos románticos, y estúpidos.

Mientras la fila avanza, recuerdo a Galarza diciendo que aunque estuviésemos perdidos, íbamos a morir sabiendo que lo intentamos. En ese momento, la derrota parecía menos dolorosa que la apatía de continuar viviendo como si nada sucediese. Los que aceptaban la situación nos parecían cobardes, débiles o incapaces de comprender que era mejor morir, con un cuchillo en las manos, luchando contra un sistema inhumano, antes que continuar con una vida absurda. “Mirá el ganado”, decía Galarza cada vez que nos cruzábamos con las interminables colas de personas rogando por puestos de trabajo miserables. Pasábamos junto a esas cadenas humanas y Galarza mugía. Yo me reía, o trataba de buscar la mirada de alguno de esos infelices para reprocharle silenciosamente su cobardía. Trataba, porque esa gente no te miraba a los ojos. Nunca pensé que podíamos perder la guerra, pero sobrevivir. Nadie me preparó para eso. Hoy envidio a Galarza, envidio su muerte y desde que entré a la fila no levanto la mirada.

Me cuesta avanzar. Cada diez o quince minutos la fila se mueve y yo veo los pies del que está adelante desaparecer, pero me quedo quieto. No es que guarde esperanzas, sino que siento que no puedo controlar mis piernas, como si de pronto estuviesen llenas de arena. Tienen que empujarme ligeramente, y doy unos pasos hasta que veo aparecer esos pies que, de tanto verlos, ya me resultan familiares. No sé hace cuánto tiempo estoy acá. Podría correr, escaparme. Nadie vigila. Nadie me trajo. Vine solo, caminando desde casa. Podría, pero no lo hago. Nos dieron un mes de plazo, para que viniéramos voluntariamente, el día que nos pareciera más adecuado. No querían interrumpir nuestra sana reincorporación social. Que vengamos cuando tengamos un día libre, dijeron. Cuando queramos, pero dentro del plazo que nos impusieron. Parece ser una nueva política de Estado: otorgarle a la gente la posibilidad de elegir, dentro de los parámetros previamente establecidos. Supongo que debería extrañarnos la ausencia de controles más rígidos, al menos no fui consciente de si esos controles existen, no los sentí, pero desde el día en que la resistencia de Barrio Viejo cayó, nada fue por los carriles esperados.

Esperábamos fusilamientos, pero nos perdonaron a la vida. Esperábamos cárcel, pero nos mandaron a nuestras casas. Esperábamos muerte, pero nos dieron una palmadita en la espalda, como si fuésemos chicos haciendo una escenita en el kiosco para conseguir un chocolate. Eso somos para ellos: Un chico caprichoso. Nos dejaron desplegar nuestro berrinche, nos acorralaron y con suaves palmaditas nos mostraron quién manda. Incluso el tono condescendiente del ministro durante su discurso en la tele, anunciando los términos del castigo a los rebeldes sobrevivientes, me hizo sentir así: Un niño. Un niño que observa como ese hombre elegante sonríe anunciando lo que le espera. Soy un tonto, dije castigo. No es así como lo llamaron. Ellos dijeron “Medidas correctivas para una sana resocialización”. De este modo esperaban que “la persona no reincida en su conducta subversiva y pueda transformarse en alguien valioso para el colectivo de esta gran nación”.

Nuevamente veo desaparecer los pies que tengo al frente. Nuevamente permanezco quieto. En lugar del empujón siento un toque en mi hombro.

‒ Vos sos Soria ‒ Dice una voz desconocida.

‒ No.

‒ Sí, vos sos Soria. Soy Marcel. ¿Te acordás de mí? ¿De las barricadas del Barrio Viejo?

Levanto la mirada por primera vez desde que llegué. Giro y lo observo. Recuerdo a un Marcel, pero el rostro que tengo adelante no me dice nada. No sé quién es ese hombre que ahora me sonríe.

‒ Pensé que habías muerto ‒ Dice el hombre, sin dejar de mirarme a los ojos.

‒ No te conozco.

‒ No te hagas el boludo. ¿Ya elegiste?

‒ ¿Qué cosa?

‒ Brazo o pierna. Podemos elegir ¿no sabías?

‒ No.

‒ Siempre tranquiliza poder elegir.

Me doy vuelta y avanzo, mirando al suelo nuevamente. Un temblor se apodera de mí. Busco la calma de los pies conocidos, deseo que aparezcan. No me detengo hasta que los veo, pero no tengo forma de escapar, el hombre está detrás de mí en la fila. Vuelvo a oírlo.

‒ No te olvides de decirles si sos zurdo o diestro. Quieren estar seguros de que no vamos a quedar totalmente incapacitados.

Y me quedo ahí. En la fila. Me acuerdo de Galarza de nuevo, de la última vez que nos vimos. Fue en las barricadas, me lo encontré fumando muy tranquilo, mientras hacía mi ronda de reconocimiento. No me dijo nada, simplemente emitió un mugido, ese que yo conocía bien, ese de las filas de desempleados. Yo me reí.

PERFECTA PARA NOSOTROS

La puerta estaba sin llave, como siempre. Entró a su casa, dejó el abrigo en el perchero y fue hasta la cocina, donde la encontró. La besó, le acomodó el pelo y se sentó. Ella lo miraba en silencio, recostada contra la mesada. Él sacó los cigarrillos del bolsillo de la camisa y encendió uno.

-Es fea -Dijo luego de una larga bocanada-. Y vieja, perfecta para nosotros.

La mañana era clara y la luz que entraba a través de la ventana rebotaba en las paredes blancas, dando a la habitación una atmósfera de total pulcritud. Es la cocina más limpia del mundo, pensó, mientras miraba hacia afuera. En la casa no se oía un ruido, y ellos permanecieron callados un instante. Él fumó tranquilo. Finalmente ella sonrió.

-Tenía un presentimiento ayer- dijo separándose de la mesada-. Estaba muy confiada en que hoy ibas a decidirte. Es sólo cuestión de buscar, te lo dije muchas veces. Aunque yo no estoy convencida.

Sin dejar de sonreír, ella sirvió café para ambos. Él terminó su cigarrillo y, mientras su mujer le alcanzaba una taza, encendió otro. Ese día se había despertado de muy buen humor y la caminata hasta la distribuidora resultó un paseo placentero. Como no quería discutir reprimió su primer impulso y calló. Se limitó a revolver el café y advirtió que las tazas nuevas eran realmente bellas, equilibradas, y combinaban a la perfección con la decoración de la cocina. Recorrió el ambiente con la mirada y pensó que su mujer era un ama de casa formidable. Él la llevó a un departamento y ella lo convirtió en un hogar.

-No sé si fue mi estado de ánimo o alguna otra razón -comenzó él, intentando dejar pasar el comentario de su esposa-, pero no tardé en convencerme. Al principio, cuando la vi, dudé un poco, parecía enclenque, pero la inspeccioné bien y creo que nos va a servir -hizo una pausa mientras bebía-. Quiero decir que la revisé con cuidado antes de decidirme.

Ella todavía traía puesto su piyama y estaba ligeramente despeinada, un mechón castaño caía sobre su frente dándole un aire aniñado. Tomó la mano de su marido y lo miró a los ojos. Él continuó.

-Prefiero que sea vieja -dijo mientras le acomodaba el mechón  detrás de la oreja-. No quiero que nada desvíe mi atención de vos.

-De eso justamente me gustaría hablarte -dijo ella, y de pronto quedó en silencio.

Era especialista en manejar los tiempos de una conversación. Utilizaba las pausas con maestría, acompañándolas del gesto preciso. Elegía siempre el adecuado para cada momento y antes de continuar clavaba los ojos en su interlocutor. Cuando se mordió el labio supo que había roto la resistencia de su marido. Sin soltarle la mano, dijo:

-Tal vez no conviene una tan vieja. Tal vez podríamos…darle algún otro uso, si no fuese tan fea. ¿Lo pensaste?

– Sí, lo pensé. Pero prefiero que la primera que compremos sea esta. Para ganar en experiencia antes de hacer un gasto de importancia.

Habían terminado el café. Ella juntó las tazas y las llevó a la mesada. Sin volverse a mirarlo y casi dejando escapar las palabras entre los dientes hizo un último intento.

– Los Soria compraron una nueva, jovencita. Florencia me contó que es muy útil…también por las noches.

No hubo respuesta. Permanecieron quietos, como si estuviesen ocupados en recordar. Nunca necesitaron muchas palabras para comprenderse. Mientras ella daba tiempo a su argumento, sosteniendo el silencio, él realizaba cálculos en su cabeza y evaluaba la posibilidad de adquirir una sin uso. Una bandada se había instalado en el paraíso que daba al balcón y sus cantos musicalizaban la mañana. Era un sonido suave, pero tomaba todo el departamento. Cuando pensaba que no lo haría cambiar de opinión, oyó la voz de su marido:

-Tal vez tengas razón. Con lo que nos ahorraríamos en la manutención podríamos cubrir la diferencia de precio -hablaba sin prisa, como si tratara de convencerse a sí mismo-. Después de todo, las viejas no tienen valor de reventa y son más caras a la larga.

-No te olvides de los gastos médicos -intervino ella-. Eso es algo que no podemos esquivar.

-No lo olvido. También hay que considerar que necesitan más tiempo de descanso, ¿para qué comprar una si no vas a poder sacarle todo el jugo?

Giró para observarlo. Pudo ver que se quitaba los zapatos y se aflojaba la corbata. Estaba a punto de convencerlo, lo sabía. Por un momento pensó que su marido era muy bueno, que había tenido suerte de encontrarlo. Se apresuró a dar nuevos argumentos.

-Si tuviéramos una nueva podríamos formarla a nuestro gusto, las viejas tienen mañas y malas costumbres.

-Yo pensé que por ser la primera nos convendría una usada, con experiencia, pero es verdad que sería una pena no poder darle toda la utilidad posible -dijo él con una sonrisa.

Ella lo miró y un mechón de pelo volvió a caer sobre su frente. Lo vio levantarse con calma y avanzar hacia ella. Va a besarme, supuso, pero no lo hizo. Le acomodó el pelo una vez más y la abrazó. Ella apoyó la cabeza contra su pecho y sintió que su corazón latía con fuerza. Está nervioso, pensó.

-Todo está bien -dijo ella, para tranquilizarlo.

-Sí, todo está bien.

-A veces no puedo creer que las cosas se hayan dado así para nosotros.

-Te amo.

Ella no respondió, pero en sus ojos asomaron lágrimas. Continuaron abrazados. Los pájaros ya no cantaban. En una de las paredes de la cocina había dos cuadros. Uno de ellos estaba ligeramente torcido hacia la derecha.

LA OFICINA

Puede afirmarse que la vida en la ciudad de Corrientes es de lo más confortable. El aparato estatal del municipio cuenta con la más variada gama de reparticiones públicas, destinadas a hacer la vida más sencilla a los ciudadanos, creadas al sólo efecto de reducir los problemas cotidianos al mínimo. La implementación de dicha política de estado redundó en un aumento en la calidad de vida de los habitantes. Las encuestas demuestran que el noventa porciento de la población ve con buenos ojos que el gobierno intervenga en los asuntos de la vida diaria.

De todas las oficinas públicas que existen, la más eficiente, y tal vez la más útil, es la de Reclamo de Objetos Perdidos en la Vía Pública. Como su nombre lo indica, este organismo tiene por función restituir a sus legítimos dueños aquellas pertenencias que hayan sido extraviadas en las calles, plazas y parques de la ciudad, previa denuncia de los interesados. A diario la oficina resuelve los encargos más diversos y sus directores se jactan de poder dar solución a cualquier pedido, cualquiera sea el grado de complejidad que estos puedan plantear.

La oficina funda su prestigio en una perfectamente adiestrada y numerosa flota de buscadores urbanos. La misma se conforma como un cuerpo de elite, seleccionando sus integrantes a partir de minuciosos exámenes y pruebas de campo. Los buscadores despliegan su accionar de modo organizado, barriendo la zona de manera exhaustiva hasta hallar el objeto en cuestión.

Desde su fundación, la oficina recibió aumentos en su presupuesto año a año, justificados sobre la base de su eficacia. El desarrollo de su actividad no presentó problema alguno hasta que, pocos días atrás, se apareció en la oficina Mercedita Ribadeneira, correntina de dieciocho años de edad, pidiendo se le retorne su virginidad perdida, en un descuido, la noche anterior en la esquina de las calles 25 de Mayo y Santa Fe.

Hasta la fecha no ha podido cumplirse con el reclamo de la joven, que ya ha procedido a presentar las quejas correspondientes.

El caso Ribadeneira ha tenido amplia repercusión en la prensa correntina, y a esta altura se ha transformado en una cruzada vecinal. Las autoridades municipales temen un declive pronunciado en la confianza de la ciudadanía en las instituciones y, debido a ello, se encuentran prestas a tomar cartas en el asunto. Como primera medida han desvinculado de su cargo a Patricio Comte, director de la mentada oficina, y se encuentran evaluando la posibilidad de reducir el presupuesto de la repartición en un 85 %.

AFUERA

No recuerdo qué me llevó a salir de casa. Intento recordarlo, pero hay algo que se me escapa. El hecho es que salí y caminé un poco, pero entre la niebla y la oscuridad era imposible ver. Las luces del alumbrado público eran inútiles. Creo que pensé alguna cosa sobre la crisis energética, un chiste. Debí sentir gracia de mi ocurrencia y reí. Quizás mi risa molestó a alguien, o tal vez sólo delató mi presencia.

El calor trepó desde la base de mi espalda hasta la nuca. Sentí el dolor recorriendo mi cabeza, como un taladro, hasta el centro. Luego sentí el asfalto en la cara, húmedo. Tengo en la mente la imagen de unas botas, pero no estoy seguro de si son reales o imaginadas. El golpe en la cara fue real, me tiró varios dientes y me quebró el maxilar. La bala se alojó más o menos un centímetro a la derecha de mi columna. Dicen que tuve suerte, que estuve a punto de desangrarme, que la bala me atravesó. Me encontró un policía, yo estaba casi muerto. De quien me disparó no hay noticias, no hay ninguna pista, ni siquiera la bala o el casquillo. Dicen que no pudieron encontrarla, que pasaron cinco días y el clima no es el ideal para realizar peritajes. Yo no entiendo de pericias, supongo que ya no encontrarán nada.

Tuve que someterme a varias operaciones. La mandíbula rota no me permite hablar por un tiempo, tengo la boca llena de alambres. Tardé un par de días en recobrar el sentido, pero ya estoy lo suficientemente lúcido como para sentir dolor y aburrimiento. Sobre todo dolor. No me dan suficientes analgésicos.

No puedo hablar y no me permiten cambiar el canal de la tv, pero sobrellevo el tedio. Ayer vinieron a verme Jorge y Marcos, trajeron libros y este cuaderno. No los vi bien, estaban pálidos, parecían preocupados. Fue una visita breve, hablaron mucho pero sobre asuntos triviales. Intenté hacerles algunas preguntas usando al cuaderno, sobre mi caso y algunas otras cosas que dan vueltas por mi cabeza. Ellos desviaron el tema o simplemente dieron rodeos para evitar responderme, sólo dijeron que el clima aún no mejoró. Finalmente desistí y me limité a escuchar. Se cuidaron mucho de no dar detalles referentes a esa noche, tal vez haya algún tipo de secreto de sumario. Cuando se fueron dijeron que volverían pronto, pero sus caras dijeron otra cosa. Sospecho que nos los veré por un tiempo. Al menos me quedaron los libros y este cuaderno, sólo desearía que la enfermera pusiera en la tv algún canal de deportes o de cine, los dibujos animados me están cansando.

Una vez al día me dan un baño. Es el único momento en que disfruto de algún contacto humano. La enfermera es servicial, comprometida con la recuperación del paciente. Es claro que nació para este trabajo. Su boca no, su boca tiene otra profesión. Fuera de esto nada interesante.

Hoy escuché a dos doctores hablando en el pasillo. Una enfermera vino a cambiar mi suero y dejó la puerta entreabierta. Uno de los doctores hablaba sobre una reunión de vecinos a la que había asistido en su barrio. El otro lo interrumpía con preguntas que yo no llegaba a entender. No pude captar todo lo que decían, algunos fragmentos de la charla se me escaparon. Al parecer el tema que se discutió en la reunión de la que hablaban era un problema general, ya que se realizaron otras reuniones en diferentes puntos de la ciudad. Creo que escuché algo sobre una evacuación, pero me es imposible estar seguro.

Estuve atento, rescatando partes de la conversación, hasta que la enfermera se percató de ello y cerró la puerta.

– Usted preocúpese sólo por recuperarse pronto -Dijo-. Eso es lo único importante. Recupérese pronto.

Aproveché para pedirle, usando el cuaderno, que cambiara el canal de la tv, pero respondió que no era posible. Se que debe ser una medida para mantenerme tranquilo, pero en este punto parece una tortura.

La mujer juntó unas planillas que había traído consigo y revisó que la ventana estuviera cerrada. Antes de retirarse se detuvo un momento y me miró. Parecía tensa, creo que estuvo a punto de hablarme nuevamente, pero salió y cerró la puerta.

La habitación debe estar alejada de la calle ya que lo único que escucho son los ruidos del pasillo. Desde el día en que me desperté en este hospital las cortinas permanecieron cerradas, pero ayer vinieron a clausurar la ventana, la tapiaron.  Me dicen que es por cuestiones climáticas.

Hoy intenté levantarme pero fue inútil, sigo sintiendo dolor y cada vez recibo menos analgésicos. Incluso leer y escribir me cuesta mucho.

Las noticias que recibo del exterior provienen de retazos que rescato de conversaciones entre el personal, y para ello debo fingir que duermo. Evitan hablar cuando creen que puedo escucharlos.

No estoy tranquilo, algo sucede. La enfermera que me daba los baños no viene desde hace tres días. Nunca supe su nombre.

Las cosas no están bien. Anoche escuché a una enfermera hablando por teléfono. Era una de las más jóvenes, entró a escondidas a mi habitación y yo fingí dormir. Estaba alterada, no sé con quién habló pero dijo que tenía miedo, que llevaba días sin salir del hospital y que no sabía que hacer. Al parecer la comunicación se interrumpió de pronto. La enfermera se quedó en la habitación, llorando. Me dormí antes de que se fuera.

Hoy escuché gritos en el pasillo, creo que hubo una pelea entre un doctor y un enfermero. Todo el personal está muy nervioso. Nadie habla. Un par de veces al día viene una enfermera a cambiar el suero y revisarme, anota algo en una planilla y se va. Ya no me permiten ver televisión y el hospital está en penumbras.

Guardo el cuaderno debajo de la almohada. Antes solía dejarlo en la mesa de luz, pero me parece que alguien lo lee mientras duermo. Ya no hay analgésicos y el dolor es constante, estoy cansado. No entiendo porqué nadie me explica lo que sucede.

Cuando desperté hoy vi a Marcos, estaba parado frente a la ventana, como si mirase hacia afuera. Al verme despierto se acercó, su aspecto era lamentable y temblaba como si tuviese fiebre.

-No sabés la suerte que tenés -Dijo, y sin darme tiempo a nada se fue.

Tengo la certeza de que algo terrible está pasando afuera. Ya no puedo decir si es de día o de noche, las maderas que cubren la ventana no permiten que entre luz del exterior y la de la pieza permanece apagada, sólo ingresa un poco de claridad desde el pasillo cuando la puerta queda entreabierta. Los controles de la enfermera son esporádicos, a decir verdad parece haber muy poca gente en el hospital y la quietud es evidente.

Me levanté y llegué hasta la ventana, pero no pude quitar las maderas, no tuve la fuerza suficiente. Hicieron un buen trabajo, no hay una sola hendija desde la que pueda verse la calle. Volví a la cama con mucho esfuerzo, estoy muy débil.

El suero se terminó y no ha venido nadie a cambiarlo. No sé cuanto tiempo pasó desde la última vez que vi a una enfermera. Llevo despierto unas horas y no percibí el menor signo de movimiento en los pasillos. Sospecho que no queda nadie.

Alguien estuvo aquí, al despertarme lo vi salir. No sé quien era. Me levanté, intenté seguirlo, pero cuando llegué al pasillo tuve que detenerme porque la oscuridad era total. Los pasillos del hospital están cubiertos por niebla. Cerré la puerta y volví a la cama. Casi no veo las hojas del cuaderno. La niebla comenzó a colarse por debajo la puerta.

EL GORRIÓN APOCALÍPTICO

 

No había vuelto a dormir desde el día de mi epifanía, o para no exagerar, no había vuelto a dormir tranquilo. La cosa es simple y no amerita darle demasiadas vueltas, lo que ocurrió aquel día es lo siguiente: Un unicornio se me presentó en sueños, estaba esculpido en mármol y el tono perverso de su voz no se correspondía con su acento francés. Me reveló que el comienzo del fin de los tiempos lo marcaría el nacimiento de un gorrión. La vida de éste funcionaría como cuenta regresiva, de modo tal que, operada la muerte natural del mismo, el mundo comenzaría a destruirse sin más miramientos. La aniquilación de la vida se produciría a través de una serie de cataclismos de proporciones monstruosas que surgirían de la nada en instantes, en cualquier momento y lugar, de forma bastante arbitraria, por cierto. Esta serie de catástrofes duraría setenta y tres horas exactas, una vez concluido este tiempo no quedaría ser viviente en la tierra, salvo algunos insectos.

La única manera de salvar a la humanidad de la extinción era encontrar y dar muerte al animal antes de que falleciera por causas naturales, tarea bastante sencilla a priori, pero que se complicaba incalculablemente si se tenía en cuenta que el pájaro en cuestión no presentaba ningún rasgo o característica que lo diferenciara de los gorriones comunes. Además, no se me proporcionaron datos sobre dónde o cuándo nacería o se haría presente. Nunca supe si esto fue premeditado o se debió a la negligencia del extravagante emisario, pero alguna pista en este sentido hubiera facilitado mi vida. He aquí la razón de mi sueño perturbado.

Desde aquel momento viví aterrorizado, temiendo que el mundo comenzara a destruirse de un momento a otro. Una mínima llovizna era capaz de paralizarme y las noticias sobre fenómenos climáticos que llegaban desde tierras lejanas, por más insignificantes que éstos fuesen, provocaban en mí un maravilloso espanto.

A lo largo de trece años asesiné algo más de siete mil gorriones. Llevé un registro permanente y completo de estos procedimientos, en caso de que alguna vez necesitase datos al respecto y también como fuente de información para la investigación y el análisis. Con el tiempo llegué a convertirme en un experto en la materia, sé todo lo que puede saberse acerca  de estos animales y de cómo matarlos. Soy capaz de distinguir un macho de una hembra a diez metros de distancia y calcular su peso y edad al primer golpe de vista. He llegado a listar con detalles más de cien formas de darles muerte, ninguna de ellas toma más de cinco segundos y fracción. Desarrollé una inclinación personal hacia aquellas técnicas que me permitían sostener el gorrión mientras la vida lo abandonaba, de este modo tenía la posibilidad de estudiar sus expresiones, siempre atento a cualquier pequeño gesto que pudiese develarme si se trataba del indicado.

Fue este hábito de categorizar lo que me sostuvo todo este tiempo, permitiéndome imponer un cierto orden a mi mundo exterior para equilibrar mi conciencia. Todo lo demás se reduce al miedo.

Los únicos instantes de tranquilidad en mi vida han sido los segundos posteriores a cada asesinato. Sólo me sentía en paz teniendo las manos sucias de plumas rotas y sangre. Pero a cada matanza sobrevenía la desesperación de ignorar si había cumplido mi mandato.

Quisiera aclarar que mi proceder siempre estuvo motivado más por el miedo a mi propia muerte que por el fin altruista de salvar a la humanidad. Mi cobardía impidió que me detuviese y por esta razón perdí todas mis amistades, todas las cosas que alguna vez quise, y la posibilidad de llevar una vida normal.

Si hoy puedo escribir esto sin que me tiemblen las manos y sin remordimientos es por un único motivo, anoche volví a dormir en paz.

Ayer por la tarde, luego de haber acabado con una bandada completa, en el camino de regreso a casa me tope con un gorrioncito. Al verlo me petrifiqué, lo reconocí de inmediato. Era él.

El ave giró lentamente y quedamos enfrentados. Me miró a los ojos. Pudo echar a volar pero no lo hizo, permaneció en el sitio exacto en donde lo hallé, inmóvil como si estuviese clavado al suelo.

Me acerqué con movimientos suaves hasta llegar a centímetros del nefasto animal, que nunca dejó de observarme, y por un momento tuve la certeza de que él sabía quién era yo y de que sabía qué ocurriría a continuación. Interpreté su quietud como resignación ante lo inevitable ya que estábamos tan próximos el uno del otro que, de haberlo intentado, lo habría acabado al primer golpe.

Cuando estaba a punto de ponerle fin, un extraño pensamiento se posó en mi mente y un éxtasis nunca antes experimentado se apoderó de mí. Todos los años de terror vividos fluyeron hasta mi corazón al mismo tiempo y caí en la cuenta del poder que esgrimían mis manos, comprendí la vital importancia de mi ser para el mundo y fue ese el momento en que supe que lo dejaría ir.

Guardé las manos en los bolsillos de mi campera y sonreí eufórico, triunfal y eterno. Lo miré y le dije “Porque así yo lo deseo”, y el gorrión dio media vuelta y emprendió un vuelo sin destino, sano y salvo, hermoso.