GANADO

Los insurgentes fuimos abatidos el 2 de febrero. La lucha en las calles llevaba seis semanas. La fuerza de los primeros días se fue diluyendo y la contraofensiva de la Guardia Nacional nos hizo retroceder. El último reducto de la resistencia fue el Barrio Viejo. Allí nos doblegaron. Allí nos rendimos.

Te enseñan a pelear por tus ideales. Aprendés a dar la vida por defender la causa. Pero no te enseñan qué hacer si perdés. No pretendo dar la idea errónea: siempre supimos que una victoria era poco menos que imposible. Estábamos desesperados, locos, y creímos que no teníamos opción. Desde el primer instante conviví con la posibilidad, casi cierta, de la derrota. En los ojos de mis compañeros podía leer algo similar, pero por alguna razón eso nos daba fuerzas. Nos sentíamos derrotados antes de pelear, es cierto, pero eso parecía hermanarnos, unirnos, elevar nuestra causa, sostenernos. Fuimos románticos, y estúpidos.

Mientras la fila avanza, recuerdo a Galarza diciendo que aunque estuviésemos perdidos, íbamos a morir sabiendo que lo intentamos. En ese momento, la derrota parecía menos dolorosa que la apatía de continuar viviendo como si nada sucediese. Los que aceptaban la situación nos parecían cobardes, débiles o incapaces de comprender que era mejor morir, con un cuchillo en las manos, luchando contra un sistema inhumano, antes que continuar con una vida absurda. “Mirá el ganado”, decía Galarza cada vez que nos cruzábamos con las interminables colas de personas rogando por puestos de trabajo miserables. Pasábamos junto a esas cadenas humanas y Galarza mugía. Yo me reía, o trataba de buscar la mirada de alguno de esos infelices para reprocharle silenciosamente su cobardía. Trataba, porque esa gente no te miraba a los ojos. Nunca pensé que podíamos perder la guerra, pero sobrevivir. Nadie me preparó para eso. Hoy envidio a Galarza, envidio su muerte y desde que entré a la fila no levanto la mirada.

Me cuesta avanzar. Cada diez o quince minutos la fila se mueve y yo veo los pies del que está adelante desaparecer, pero me quedo quieto. No es que guarde esperanzas, sino que siento que no puedo controlar mis piernas, como si de pronto estuviesen llenas de arena. Tienen que empujarme ligeramente, y doy unos pasos hasta que veo aparecer esos pies que, de tanto verlos, ya me resultan familiares. No sé hace cuánto tiempo estoy acá. Podría correr, escaparme. Nadie vigila. Nadie me trajo. Vine solo, caminando desde casa. Podría, pero no lo hago. Nos dieron un mes de plazo, para que viniéramos voluntariamente, el día que nos pareciera más adecuado. No querían interrumpir nuestra sana reincorporación social. Que vengamos cuando tengamos un día libre, dijeron. Cuando queramos, pero dentro del plazo que nos impusieron. Parece ser una nueva política de Estado: otorgarle a la gente la posibilidad de elegir, dentro de los parámetros previamente establecidos. Supongo que debería extrañarnos la ausencia de controles más rígidos, al menos no fui consciente de si esos controles existen, no los sentí, pero desde el día en que la resistencia de Barrio Viejo cayó, nada fue por los carriles esperados.

Esperábamos fusilamientos, pero nos perdonaron a la vida. Esperábamos cárcel, pero nos mandaron a nuestras casas. Esperábamos muerte, pero nos dieron una palmadita en la espalda, como si fuésemos chicos haciendo una escenita en el kiosco para conseguir un chocolate. Eso somos para ellos: Un chico caprichoso. Nos dejaron desplegar nuestro berrinche, nos acorralaron y con suaves palmaditas nos mostraron quién manda. Incluso el tono condescendiente del ministro durante su discurso en la tele, anunciando los términos del castigo a los rebeldes sobrevivientes, me hizo sentir así: Un niño. Un niño que observa como ese hombre elegante sonríe anunciando lo que le espera. Soy un tonto, dije castigo. No es así como lo llamaron. Ellos dijeron “Medidas correctivas para una sana resocialización”. De este modo esperaban que “la persona no reincida en su conducta subversiva y pueda transformarse en alguien valioso para el colectivo de esta gran nación”.

Nuevamente veo desaparecer los pies que tengo al frente. Nuevamente permanezco quieto. En lugar del empujón siento un toque en mi hombro.

‒ Vos sos Soria ‒ Dice una voz desconocida.

‒ No.

‒ Sí, vos sos Soria. Soy Marcel. ¿Te acordás de mí? ¿De las barricadas del Barrio Viejo?

Levanto la mirada por primera vez desde que llegué. Giro y lo observo. Recuerdo a un Marcel, pero el rostro que tengo adelante no me dice nada. No sé quién es ese hombre que ahora me sonríe.

‒ Pensé que habías muerto ‒ Dice el hombre, sin dejar de mirarme a los ojos.

‒ No te conozco.

‒ No te hagas el boludo. ¿Ya elegiste?

‒ ¿Qué cosa?

‒ Brazo o pierna. Podemos elegir ¿no sabías?

‒ No.

‒ Siempre tranquiliza poder elegir.

Me doy vuelta y avanzo, mirando al suelo nuevamente. Un temblor se apodera de mí. Busco la calma de los pies conocidos, deseo que aparezcan. No me detengo hasta que los veo, pero no tengo forma de escapar, el hombre está detrás de mí en la fila. Vuelvo a oírlo.

‒ No te olvides de decirles si sos zurdo o diestro. Quieren estar seguros de que no vamos a quedar totalmente incapacitados.

Y me quedo ahí. En la fila. Me acuerdo de Galarza de nuevo, de la última vez que nos vimos. Fue en las barricadas, me lo encontré fumando muy tranquilo, mientras hacía mi ronda de reconocimiento. No me dijo nada, simplemente emitió un mugido, ese que yo conocía bien, ese de las filas de desempleados. Yo me reí.

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